En la era preindustrial, en que el grueso de los ejércitos no era profesional sino procedente de levas, su reclutamiento y formación era una tarea lenta. A ello se añadía que estos ejércitos estaban mayoritariamente compuestos por campesinos, por lo que debían ser respetados los tiempos de las cosechas. En consecuencia, no debe resultar extraño que las primeras batallas de esta guerra se produjeran bastantes meses después de la proclamación de Felipe V y en el teatro de operaciones más acostumbrado a las guerras: centroeuropa. La posición peninsular de España frente al resto de Europa y la tibia postura inicial de los portugueses obligó a las potencias aliadas a iniciar sus operaciones por vía marítima mientras trataban de convencer a estos últimos de entrar en la guerra. El cuadro que abre esta publicación, que refleja esa estrategia, corresponde a la batalla naval de Vigo; es de autoría holandesa y fue pintado hacia 1705.
Uno de los principales objetivos bélicos de los aliados fue conseguir una base naval en el Mediterráneo para las flotas inglesa y holandesa. Su primera tentativa fue tomar Cádiz en agosto de 1702: fue la batalla de Cádiz. Allí, un ejército de 14.000 hombres, la mayoría ingleses y holandeses, desembarcó cerca de esa ciudad en un momento en que no había casi tropas en España. Se reunieron a toda prisa, recurriéndose incluso a fondos privados de la esposa de Felipe V, la reina María Luisa Gabriela de Saboya y del cardenal que tanto había servido a la causa borbónica, Luis Fernández Portocarrero, a quien vemos retratado abajo en el cuadro de Juan Carreño de Miranda, (ca 1675). El ejército aliado fue rechazado, triunfando la defensa española, pero antes de reembarcar, las tropas aliadas se dedicaron al pillaje y al saqueo del Puerto de Santa María y de Rota, lo que fue utilizado por la propaganda borbónica en los siguientes términos: “se cometieron los más enormes sacrilegios, juntando la rabia de enemigos a la de herejes, porque no se libraron de su furor los templos y las sagradas imágenes”. Esta propaganda hizo imposible que en Andalucía tuviera alguna posibilidad de éxito la causa austracista.
| ¿Qué fue el austracismo? |
Existía un poderoso interés aliado de interferir las rutas transatlánticas que comunicaban España con Ultramar en América, especialmente atacando la flota de Indias que transportaba el oro y la plata, los cuales metales constituían la fuente fundamental de ingresos de la Hacienda de la Monarquía Hispánica. Así, en octubre de 1702 las flotas inglesa y holandesa avistaron frente a las costas de Galicia a la flota de Indias que procedía de La Habana, escoltada por veintitrés navíos franceses, y que se vio obligada a refugiarse en la ría de Vigo. Allí fue atacada el 23 de octubre por los barcos aliados en la conocida como batalla de Rande o de la bahía Vigo; una de cuyas representaciones, de Ludolf Backhuysen (ca 1702), vemos abajo. Aunque la batalla supuso una derrota con importantes pérdidas, la práctica totalidad de la plata fue desembarcada a tiempo. Ésta fue conducida primero a Lugo y más tarde al alcázar de Segovia.
En el terreno diplomático, sin embargo, las cosas no resultaban tan favorables para la causa borbónica. Uno de los principales giros de la guerra tuvo lugar en el verano de 1703, cuando el Reino de Portugal y el Ducado de Saboya se sumaron al Tratado de La Haya, hasta entonces formada únicamente por Inglaterra, Austria y los Países Bajos. El duque de Saboya, a pesar de ser el padre de la esposa de Felipe V, firmó el Tratado de Turín y Pedro II de Portugal, que en 1701 había firmado un tratado de alianza con los borbones, negoció con los aliados el cambio de bando a cambio de concesiones a costa de las posesiones españolas en América, como la colonia del Sacramento, además de ciertas plazas como Badajoz y Vigo. Así, en mayo de 1703 se firmó el Tratado de Lisboa que convirtió a Portugal en una excelente base de operaciones terrestres y marítimas para el bando austracista.
La entrada en la Gran Alianza de Saboya y, sobre todo, de Portugal dio un vuelco a las aspiraciones de la Casa de Habsburgo, que ahora veía mucho más cercana la posibilidad de instalar en trono español a uno de sus miembros. En consecuencia, el 12 de septiembre de 1703 el emperador Leopoldo I proclamó formalmente a su segundo hijo, el archiduque Carlos, como rey Carlos III de España, que fue inmediatamente reconocido por Inglaterra y Holanda. A partir de aquel momento formalmente había dos reyes de España.
