La guerra de Sucesión en la península ibérica se caracterizó por golpes de mano con las consiguientes idas y venidas del rey y del pretendiente a las grandes ciudades de la Península. La captura de Barcelona o las entradas y salidas de Madrid eran movimientos de gran repercusión política que implicaban alineamientos generalizados, siendo los de más repercusión aquellos de los personajes más prominentes, lo que acarreaba consecuencias a veces indeseables. En definitiva, España estaba divida por una guerra civil muchas veces latente, otras patente. El viejo Madrid de los Austrias no fue una excepción.
Tras la rendición de Barcelona, Felipe V intentó recuperar la capital del Principado de Cataluña. Para ello envió a un ejército borbónico integrado por 18.000 hombres, a las órdenes del duque de Noailles y del mariscal Tessé, que inició el 3 de abril el sitio de Barcelona de 1706, mientras el propio Felipe V se instalaba en Sarriá. A finales de abril los borbónicos ya controlaban el castillo de Montjuic, desde donde prepararon el asalto a la ciudad. Pero el 8 de mayo llegaba a Barcelona una flota anglo-holandesa compuesta por 56 barcos y con más de 10.000 hombres a bordo al mando del almirante John Leake, lo que obligó a retirarse al ejército real. Felipe V cruzó la frontera francesa volviendo a entrar de nuevo en España por Pamplona.
Al partir de Madrid, Felipe V dejó casi desguarnecido el frente portugués, por lo que casi al mismo tiempo que llegó a Barcelona la escuadra aliada, un ejército anglo-portugués tomaba Badajoz y Plasencia y avanzaba sobre Madrid por los valles del Duero y del Tajo. En mayo, los aliados habían tomado Ciudad Rodrigo y Salamanca, lo que forzó al rey, que había regresado, y a la reina, a abandonar Madrid y trasladarse a Burgos con la Corte. En ese momento Zaragoza proclamó al archiduque, quedando en Aragón solo Tarazona y Jaca leales a la causa borbónica.
Carlos, que el 24 de mayo había proclamado su firme decisión de «adelantarnos, cuanto antes, hacia nuestra real silla de Madrid, para acabar con las calamidades y desastres de la presente guerra», ordenando a continuación a las autoridades y a sus vasallos que «al presente se hallan en el continente de España nos reconozcan por su legítimo rey y señor natural», y comprometiéndose además a «procurar la restauración y el seguro goce de su libertad, fueros y privilegios atropellados en todas partes del usurpador de nuestra corona», dejó Barcelona, y el 27 de junio de 1706 entró en Madrid, siendo recibido con una frialdad que sorprendió al propio Carlos.
Allí fue proclamado el 2 de julio como rey de España, esperando que con ese reclamo se le unirían ciudades castellanas; algo que no ocurrió a pesar de las notables divisiones existentes en ellas. En Toledo el cardenal primado Portocarrero celebró un Te Deum en su honor en la catedral, a pesar de que había sido uno de los más firmes partidarios de Felipe V desde antes de la muerte de Carlos II. Pero pronto el recién proclamado rey se percató de la falta de apoyos en la Corona de Castilla, como lo demostró el hecho de que sólo nueve nobles —el conde de Oropesa, el conde de Haro, el conde de Erill, el conde de Foncalada, el conde de Tendilla, el conde de Elda, el conde de Gálvez, el duque de Nájera, el marqués de Miraflores—, más tres notables —Juan Antonio Romeo, Manuel Ochoa de Aperregui, y Juan Antonio de Alvarado— y 15 miembros del alto clero, le prestaron obediencia. Muchos nobles no acudieron a jurarle fidelidad porque estaban a la expectativa de lo fuera a ocurrir.
El fracaso del archiduque en Madrid puso en evidencia, como destacó el marqués de San Felipe, «la fidelidad de los castellanos… desarmados y sin ejército que los sostuviese» a la causa borbónica, y también la inutilidad de ocupar Madrid sin dominar Castilla, porque de allí procedían los abastecimientos que el ejército aliado necesitaba para permanecer en la capital. Así que a finales de ese mismo mes abandonó la capital con destino a Valencia.
El 3 de agosto Madrid volvió a estar en manos felipistas, que se dedicaron durante tres días al saqueo y al robo de las casas de los acusados, con razón o sin ella, de ser austracistas. A esa violencia indiscriminada le siguió una represión oficial. El 7 de agosto en la Plaza Mayor de Madrid fue quemado el pendón utilizado en la proclamación de Carlos III y un retrato suyo, y Felipe V decretó la persecución, destierro y confiscación de los bienes de los partidarios del archiduque.
Parecía que el eje de la guerra estaba trazado entre Madrid y Barcelona, pero los acontecimientos que se estaba produciendo en verano en el Reino de Murcia advertían que un nuevo eje se intentaba trazar: el que tendría que conducir al ejército austracista del Levante hasta una Andalucía donde muchos partidarios del archiduque esperaban una señal. La guerra se acercaba a Murcia. El Dr. Julio Muñoz nos lo explica:
